La mirada de Carlota Corredera
Una de mis ensoñaciones más habituales es imaginarme a mi hija de tres años en el futuro. Cómo será su carita, su pelo, su carácter, su sonrisa, su mirada cuando empiece a dejar de ser una niña. Si me concediesen ahora mismo tan solo dos deseos, los tendría clarísimos: salud para verla crecer y que de mayor sea libre. Libre para elegir su camino, libre para equivocarse, libre para ser quién quiera ser. Cuando las necesidades básicas -y las que no lo son- están cubiertas y los derechos y las libertades garantizadas en tu país en paz resulta sencillo tener esas miras.
Cuando la imagen del niño sirio Aylán muerto en una playa de Turquía nos golpeó a todos en el corazón y nos atravesó la conciencia en septiembre de 2015, creímos de verdad que su drama nunca se borraría de nuestras retinas. Un goteo incesante de planos de miles de refugiados huyendo de sus hogares se hicieron habituales en los informativos, las portadas, las redes. Se calcula que desde 2014 más de quince mil personas han perdido la vida en el Mar Meditérraneo. Según ACNUR, solo en lo que llevamos de 2018 ya se han contabilizado casi 800 ahogados. La gran vergüenza de Europa ha conseguido puntualmente una gran atención mediática y una solidaridad masiva hasta que poco a poco la mayoría volvimos a nuestras vidas, nuestra rutina y nuestros problemas mundanos en tierra firme. De alguna manera, presenciar a diario a través de los medios de comunicación el drama de los refugiados que se echan al mar en busca de un futuro jugándoselo todo, dejó de removernos para pasar a anestesiarnos.
En el momento en el que escribo estas líneas, los 629 migrantes del Aquarius aún no habían llegado a Valencia, el puerto español en el que se les espera tras la negativa del nuevo gobierno italiano de acogerlos tras ser rescatados en las costas de Libia por dos oenegés. Entre el dramático pasaje de este barco se encuentran siete embarazadas, una decena de niños y 123 menores no acompañados. Posiblemente, muchos de estos menores han nacido en Eritrea, una de las muchas dictaduras que aún persisten en África. De hecho, un tercio de los refugiados que se lanzan al Mediterráneo son eritreos. En este país, cuando los niños están a punto de dejar de serlo, sus padres los entregan a las mafias para que los saquen del país y los trasladen en condiciones infrahumanas hasta la frontera con la vecina Etiopía, auténtico refugio forzoso de los pequeños eritreos. Esos hombres y esas mujeres toman esa drástica decisión en un gigantesco acto de amor para salvar a sus hijos de la esclavitud y, en el caso de sus hijas, además, de la esclavitud sexual. Suena estremecedor. Es terrible.
Menores no acompañados. Niños y adolescentes solos. Traumatizados. Asustados. Y solos. Y sin esperanza alguna de volver a ver a su gente ni de regresar a su país. Algunos llevan más tiempo en los barracones de los campos de refugiados de ACNUR del que pasaron con sus familias. Cómo no arriesgarlo todo cuando no tienes nada. Cómo no buscarle sentido al sacrificio de tus padres, a su renuncia a ti. Cómo no soñar con un futuro cualquiera en suelo europeo. Cómo no recordar a los padres eritreos cuando aparecen sus niños abriendo los informativos como los menores no acompañados. Cómo no pensar en que podría ser mi hija la que estuviese sola con un chalequito naranja subida a cualquier Aquarius.
Carlota Corredera, presentadora, directora y periodista de Mediaset España