La fábula de Víctor Mandela
Había una vez un niño, un niño de 10 años, piel negra, rostro serio, ojos de liebre... Decían que era capaz de ver crecer la hierba, de percibir el estirarse suave de un mango, el flirteo de la luz y la arena... De tanto observar la vida, a veces un ojo miraba un lado, el otro otro, estrábico, decían los hombres blancos que era eso... "audaz" dirían allí los sabios negros.
El niño, cruzó el desierto, esquivo balas, vio llorar, y morir, vio ayudarse los unos a los otros, compartir raíces y tallos, vio lo peor, y lo mejor, del ser humano.
-Mamá, ¿por qué se matan los hombres? –
Pregúntale al árbol de mango hijo, yo poco puedo saber.
Llego a un oasis, oasis seco de tierra y barro, pero sin balas.
Y en carpas blancas de plástico, entre miles, escuchaba hablar de números y letras. Educación decían, educación. Pero su corazón soñaba con retratar el mundo como él lo veía, como él lo soñaba en esa certeza honda, de que sin balas, el mundo era distinto. Educar, pensaba, es mostrar que el mundo es diferente a lo que nos empujan.
-Mamá, ¿por qué existen fronteras?¿quién dice que la tierra no es de todos?
–Pregúntale al árbol de mango hijo, yo poco puedo saber.
Apareció una chica de pelo rojo, reía.
Llevaba una camisa negra y una mano en el pecho.
En el oasis, una vez al mes recibían comida, en largas colas, a diario, algo de agua. Pero no se reía. Gobernaba el silencio de la espera a los que aun no habían llegado de cruzar el desierto, y el fuego, y los gritos, y el duelo...
-Mamá, ¿sabe alguien que esperamos que se acabe la guerra? ¿sabe alguien que estamos en este oasis seco contando lunas? – Pregúntale al árbol de mango hijo, yo poco puedo saber.
Era rara aquella chica, como era raro el mundo que el muchacho veía con sus dos ojos atentos por separado, conversando juntos de tanto en tanto. Él se había fabricado una cámara mágica, cámara de papel para hacer fotos y guardar todos esos secretos, los planos certeros y precisos de ese otro mundo más allá de las balas. Le enseñaría a su madre el pelo rojo, la mano del pecho.
Ella, entre tantos miles, lo supo ver. No tan solo sus ojos y cámara de papel, sino su mundo, el mundo que él veía. Y se quedó prendada. Asombrada, de que más allá de los traumas, los niños sin orejas, las laceraciones en las sienes, los golpes, y las garras, un niño, con ojos de liebre, pudiera ver el mundo como de verdad es.
Y cuentan, que al poco volvió la chica de la mano en el pecho, a buscar al niño de la cámara mágica, y que lo hizo con un escuadrón de ángeles, que parecían haberse tragado mil jilgueros, coro Safari se llamaban, Victor Mandela se llama él.
Y dicen, dicen, que unieron voces y visión para un mismo mensaje, y que separados pero juntos.. juntos pero separados, se dispusieron firmemente a sembrar ESPERANZA y demostrar, que cambiar el mundo... es cosa de niños.
Él con su cámara, ellos con sus voces.
Todo comienza este 20 de junio, día del refugiado, y se hace más físico y palpable el 14 de octubre en el festival Esperanzah
Te invitamos a ponerte cómodo, abrir los oídos y los ojos del alma todo lo que puedas, y a escuchar, lo que les conto al coro Safari y a Victor Mandela… el árbol de mangos.
Almudena Barbero, misionera de Nzuri Daima